A donde ire, sin Ti?

Cuando me siento sin salida,  a donde ir? 


«Por nada estéis afanosos....» (Fil. 4:6)
La ansiedad es uno de los problemas emocionales más frecuentes de nuestros días en los países desarrollados. Se calcula que hasta un 20% de personas sufre alguna forma de ansiedad patológica que requiere tratamiento: fobias, trastornos de pánico, ansiedad generalizada en forma de inseguridad y aprensión constantes, síntomas físicos como mareos, ahogos, dolores de cabeza, etc. ¿Cómo se explica este incremento tan notable en una sociedad -la occidental- que ha alcanzado unas altas cotas de progreso técnico y desarrollo?
Los factores sociales, sin duda influyen. Sin embargo, a nuestro entender, la clave no radica tanto en una sociedad mejor -a lo cual no renunciamos- como en prevenir muchas de las situaciones generadoras de ansiedad. Para ello no basta con un «mundo mejor», sino que es necesario un «hombre nuevo». La comprensión plena de la ansiedad requiere ir más allá de lo social a lo personal. El problema de muchas personas hoy no es sólo el miedo a perder algo o alguien, sino que ya lo han perdido. Un porcentaje alto de trastornos de ansiedad está causado por relaciones rotas, divorcios, problemas familiares, muros de separación entre personas que antes se amaban... La fragilidad de las relaciones personales, la crisis descomunal de fidelidad y compromiso y el individualismo actúan como una poderosa fuente de ansiedad. ¿Por qué? Eliminan de raíz su antídoto por excelencia que es la seguridad personal y que se origina en el sentido de pertenencia mutua, de arraigo comunitario y de significado en la vida. Su ausencia pone en marcha un proceso de incertidumbre y de inseguridad en cuanto al futuro que desemboca finalmente en estados de ansiedad patológica.
No obstante, la enseñanza bíblica nos lleva un paso más allá. A los factores sociales y personales necesitamos añadir un tercer elemento generador de ansiedad. La sensación de seguridad existencial y de una vida con sentido proviene, en último término, de la relación personal con Dios. Cuando ésta se rompe, el ser humano experimenta miedo. El relato de Génesis nos describe este hecho de forma bien elocuente. ¿Cuándo aparece por primera vez el miedo en la Historia? Justo después de que Adán y Eva han decidido independizarse de Dios: «...oí tu voz en el huerto y tuve miedo....y me escondí» (Gn. 3:10). Antes de la Caída, cuando el hombre vivía en una relación armónica y cercana con su Creador, no existía la noción de ansiedad. Ésta aparece tan pronto como el Pecado aleja al ser humano de Dios. Por esta razón, una respuesta adecuada al problema de la ansiedad implica restaurar la relación personal con el Dios creador, fuente de seguridad porque «en Jehová el Señor está la fortaleza de los siglos» (Is. 26:4).
En la Biblia encontramos a hombres de Dios como Jeremías, David y otros hombres de gran fe pasaron por momentos de mucha ansiedad, pero en medio de sus angustias siguieron confiando en Dios de forma admirable. Como dijo David, «Mas el día que temo, yo en ti confío» (Sal. 56:3).
«No os afanéis por el día de mañana».
La ansiedad existencia. A diferencia de la anterior, se trata de una reacción de desconfianza ante el futuro, en especial en los aspectos más esenciales de la vida: comida, salud, abrigo, tal como Jesús señala en el Sermón del Monte (Mt. 6:25-31). El verbo "merimnao" aparece hasta cuatro veces en el texto y da la idea de estar muy preocupado, abrumado, hasta el punto de generar inquietud, desasosiego. Es la misma palabra que Jesús utiliza para reprochar a Marta su actitud: «...afanada y turbada estás».
Este tipo de ansiedad tiene Como base  una falta de confianza en la provisión de Dios. Implica, en la práctica, negar dos atributos básicos del carácter divino: su fidelidad y su providencia. Es hacer a Dios pequeño, convertir al Todopoderoso en un «dios de bolsillo». Si lo anterior era más un problema psicológico que requería tratamiento, la ansiedad existencial -el estar afanoso- es un pecado que requiere arrepentimiento. Su mejor tratamiento radica en poder exclamar como el salmista con plena certeza: «Mas yo en ti confío, oh Dios, en tu mano están mis tiempos» (Sal. 31:14-15).
No podemos concluir sin mencionar el antídoto por excelencia a esta ansiedad existencial: la oración. El apóstol Pablo nos ha legado uno de los pasajes más luminosos sobre el tema en Fil. 4:6-7:
«Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante del Dios y Padre en toda oración y ruego, con acción de gracias»
Este ejercicio espiritual combate la causa última de la ansiedad descrita al principio: la separación de Dios. Cuanto más aprendemos a desarrollar un sentido constante de la presencia de Dios en nuestra vida -esto significa la expresión «orar sin cesar»- tanto más vamos a experimentar el bálsamo terapéutico de la paz de Dios. Pablo lo describe con tal fuerza que sobra cualquier comentario:
«Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús».
Escrito por Pablo Martínez Vila (Psicologo Cristiano)

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